Hay una pared que nunca he podido olvidar. Nombres, solo nombres grabados en mármol negro que se extiende más allá de lo uno puede ver. Nyirandagari Agnes, Nyiraneza Dominique, Nyirakindo Hawa. Cada nombre, una vida. Cada línea, una comunidad. Cada metro, un barrio que desapareció. La vi en el museo del genocidio de Kigali, Ruanda.
Afuera, Kigali parecía una de las ciudades más avanzadas en el continente africano. Calles limpias, colinas verdes, un orden sereno que no decía nada de lo que pasó ahí.
Dentro del museo del genocidio, uno entra a un mundo diferente, donde el abismo humano es la ley.
En abril de 1994, en cien días, casi un millón de personas fueron asesinadas en Rwanda. Tutsis y hutus moderados, masacrados por vecinos, amigos, a veces por familiares. Machetes, palos con clavos - cosas inimaginables. Un país que se desangró mientras el mundo miraba hacia otro lado.
Un país que tuvo que preguntarse: ¿Qué se hace con lo imperdonable?